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IDENTIDAD EN COMUNICACION

Carlos Rosenkrantz y una movida que puede alterar el tablero de ajedrez en la Corte

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Con leves variaciones, dos datos se reiteran desde hace más de cinco años en todos los sondeos de opinión: la corrupción -y su inalterable impunidad- rankea siempre entre las cinco preocupaciones más grandes de los argentinos, y el Poder Judicial comparte con los sindicatos el subsuelo de la confianza pública en las instituciones.

Esa combinación, y su persistencia en el tiempo, disuelven cualquier argumento -excusa- de ocasión para enfrentar la evidente conclusión: lejos de la fantasía del lawfare y de las denuncias sobre supuestas persecuciones judiciales, la sociedad quiere ver resultados. Sentencias, dictadas al término de juicios justos, con todas las garantías del proceso, sin trucos, chicanas y ambages. El inocente se va a su casa. Y el culpable, a la cárcel. Y punto.

Pero no en la Argentina. El gradiente de obstáculos, peldaños, recursos y martingalas para desviar -y casi siempre extraviar- la dirección de las investigaciones por corrupción, retrasar los juicios, interrumpirlos cuando comenzaron y tergiversar las sentencias cuando milagrosamente llegan, es el combustible diario del dispositivo judicial de impunidad que explica aquella consideración horrorosa de los magistrados.

En ese manojo de llaves que sirven más para obstruir que para franquear, los jueces de todas las instancias suelen acudir a una que no falla: el cajoneo. La prórroga. El aplazamiento de decisiones cuyos insumos necesarios ya están en sus manos. Siempre habrá alguna jurisprudencia, algún artículo o coartada para escudarse. Para esconderse.

Como habitualmente ocurre en juzgados de instrucción, Cámaras revisoras y Tribunales Orales de la justicia federal, hace semanas que ese manojo de llaves bailotea entre los dedos de los cinco integrantes de la Corte Suprema de Justicia. Nada menos.

Separados de sus cargos tras una blitzkrieg K en el Consejo de la Magistratura y el Senado, con el posterior sello de Alberto Fernández y la Cámara Federal de Casación Penal -cada una de esas instancias justificando su firma sólo en la existencia de la anterior-, los jueces Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli acudieron a la Corte como árbitro final de su destino, aunque ya lo habían certificado en abril de 2018 con los votos de los jueces Ricardo Lorenzetti, Juan Carlos Maqueda y Horacio Rosatti. La mayoría peronista, como se dio en llamar después.

Pero pasan los días y las semanas, y el máximo tribunal ni siquiera le responde a los jueces si aceptará o no su per saltum para decidir antes que responda la Cámara en lo Contencioso Administrativo Federal, ni siquiera si ratificará el criterio de aquella acordada de 2018.

¿Las razones? Es difícil hallarlas sin la sombría descripción del funcionamiento judicial que antecede a este párrafo. Y también en otras razones, todas más cercanas a la especulación, las pullas internas o el simple egoísmo -y egolatría- que al deber patriótico ante la gigantesca responsabilidad que la hora exige a los cortesanos.

El gobierno redobló hasta lo insoportable las crecientes presiones -bajo todas las formas posibles, gratificantes y amenazantes- para que los jueces de la Corte convaliden la jugada K contra los jueces que investigaron a Cristina por corrupción, o al menos encuentren alguna de esas llaves que les permite seguir pensando mientras dejan todo como está. Es decir como quiere la vicepresidenta.

Del otro lado del fiel, miles de argentinos pertenecientes a las capas medias urbanas e informadas del todo el país vienen tomando las calles y las redes sociales para expresar su consternación y enojo por la diletancia de la Corte. Ni hablar en los tribunales, donde cientos de jueces de a pie esperan una señal de sus superiores para saber si podrán seguir trabajando en paz o pasarán a estar expuestos al soplo de la ira kirchnerista impaciente por impedir que se haga justicia, sea cual fuere el resultado de esas sentencias, como corresponde.

El año pasado, cuando un sector de la Corte se avino a tirarle un salvavidas a Cristina horas antes de que inicie el juicio público por los negociados con Lázaro Báez en la obra pública de Santa Cruz, uno de sus jueces oyó tronar las cacerolas frente a su casa. Otro confesó que no soportaría no poder pasear tranquilo por el shopping más exclusivo de la Recoleta. La sucesión de marchas y manifestaciones contra la parsimonia del tribunal acerca esos fantasmas.

Agotados sus intentos de reunir los tres votos necesarios para tomar cualquier resolución, este martes el titular de la Corte Carlos Rosenkrantz pulsó el único botón rojo que quedó en sus manos: convocó a un acuerdo extraordinario para tratar el tema jueces. La jugada altera el tablero actual, dominado por la molicie y la guerra de nervios. Sumergidos en el secreto más que nunca, sus compañeros deberán exhibir de una vez sus cartas y votar. Si algo lo impidiera, también serán responsables.

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