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Desde Lima.No parecía un momento especial. Parecía solo un momento. Un momento como cualquier otro en la historia de este país. Un robo más de saco y corbata, otra fechoría del carterismo político, la indignación de siempre que usualmente muere en un puño cerrado frente a la televisión. La impotencia de toda la vida que, con el pasar de las horas y de los días, se convierte en resignación para el olvido.
Parecía un momento cualquiera, pero no lo era.
El pasado 9 de noviembre, con 105 votos frente 19 en contra, el Congreso del Perú había destituido al presidente Martín Vizcarra a pocos meses de que acabara su mandato. Al día siguiente, el 10, con un discurso vacío, pero perfectamente interpretable como reaccionario e indiferente a las demandas sociales, asumía la presidencia Manuel Merino, quien hasta entonces había sido el presidente del Congreso.
Parecía un momento cualquiera, pero no lo era. Porque de pronto, las calles se llenaron de jóvenes. De adultos y de ancianos también, pero sobre todo de jóvenes. Para la tarde, pese a ser uno de los países latinoamericanos más sacudidos por la pandemia, las vías principales del centro de la capital del Perú se agolparon de gente. En las provincias, las calles reflejaban el mismo repudio frente a una clase política que desnudaba sus intenciones más innobles.
Para cuando cedió el día, el cielo naranja, iluminado por los faroles del centro de Lima, se manchaba del humo del gas lacrimógeno y la voz de protesta intentaba ser doblegada por perdigones. Esa noche cerró con un saldo considerable de heridos, pero todavía con ningún muerto.
Para los días siguientes, se esperaba una represión aún más brutal. Los jóvenes peruanos —hoy llamados la Generación del Bicentenario— se ordenaron mejor y empezaron, incluso, a organizar brigadas para desactivar las bombas lacrimógenas. Con solo información extraída de TikTok, de Youtube y de otras plataformas digitales, se autoeducaron para ser la primera línea frente a la represión policial.
Aún entonces, pese a los innegables abusos de la autoridad, el ministro del Interior, Gastón Rodríguez, negaba los hechos, mientras el primer ministro peruano, Ántero Flores-Aráoz, acudía a extender su respaldo a la policía. Desde el ala más conservadora de la política, de la prensa y la sociedad, todavía se hablaba de terrorismo infiltrado en las marchas, un recurso muy usado en el Perú para desvirtuar los movimientos sociales. Es una paradoja para la que no hace falta mayor explicación: a la generación de peruanos que desactiva bombas, le empezaron a llamar terroristas.
El sábado 14 la protesta entró en ebullición. Fue el día más salvaje en cuanto a represión policial y se saldó con dos asesinatos: el de Inti Sotelo Camargo, de 24 años, y el de Bryan Pintado Sánchez, de 22. Al día siguiente, tras la renuncia de casi todos sus ministros, Manuel Merino, ya sin piso, presentó la renuncia a su cargo.
Ya no parecía un momento cualquiera. La gente celebraba la renuncia en las calles y sus casas. Pero una generación de muchachos y muchachas, aun en medio de lo que parecía un gran triunfo, seguía sintiendo la agonía. Dos jóvenes muertos a manos de la policía, solamente recordó cómo la política y el sistema peruano son cómplices de los homicidios que sufre con desgraciada frecuencia esta generación. No exclusivamente en medio de las protestas, sino en todos los aspectos de la sociedad.
A los jóvenes peruanos los mata la debilidad de la salud pública, la brecha de la desigualdad, la delincuencia, la pobreza y el frío. Los crímenes de odio: se matan mujeres, homosexuales y transexuales con absoluta impunidad. Y si no se les mata a los jóvenes, directamente, se les obvia o se les explota, como ocurre en la educación, el mercado laboral y las políticas públicas. En 2017, todo el mundo presenció la muerte de Jovi Herrera Alania, de 21 años, y Jorge Luis Huamán Villalobos, de 19, dos chicos a los que sus jefes mantenían trabajando encerrados en un container y que murieron en medio de un incendio. Y, hace menos de un año, Alexandra Porras y Carlos Gabriel Campos, ambos de 18 años, murieron electrocutados mientras trabajaban en un local de McDonalds. La lista puede continuar con infinidad de nombres.
La tarde de ayer, 17 de noviembre, el centrista Francisco Sagasti, se convirtió en el nuevo presidente del Congreso para asumir en breve la presidencia de la República. En su discurso, reconoció la labor de protesta de la Generación del Bicentenario y prometió justicia para los jóvenes asesinados por la policía. La calle respiró cierta tranquilidad, pero ha resuelto continuar con las movilizaciones hasta que esa promesa sea cumplida y hasta que el número de jóvenes reportados como desaparecidos vuelvan a sus casas.
No es un momento cualquiera en el Perú, porque esta no parece ser una generación cualquiera.
*Periodista y escritor
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