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Los sueños dictatoriales de Trump | Opinión

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Ahora que el Senado controlado por los republicanos ha “absuelto” a Donald Trump (foto) en un juicio fulero, ahora que tiene licencia para hacer lo que le dé la gana, ¿existe un peligro real de que se convierta en un dictador?

Según el representante Jerrold Nadler (D-N. Y.), el presidente del Comité Judicial de la Cámara de Representantes y uno de los administradores del “impeachment” (juicio), el presidente ya era un dictador, incluso antes de que el Senado lo eximiera de toda culpa.

Desde la perspectiva de Chile, un país que sufrió durante 17 años las vesanías del general Augusto Pinochet, la acusación de Nadler puede parecer un tanto descabellada y hasta absurda. Trump no ha llevado a cabo, como Pinochet lo hizo, violaciones sistemáticas a los derechos humanos. No ha encarcelado y torturado a disidentes, exiliado y “desaparecido” a opositores, ni ha cerrado el Congreso o clausurado medios de comunicación hostiles. Es cierto que el presidente estadounidense ha causado un daño grave a su país y al mundo a través de políticas contra el medio ambiente, y que ha cercenado los derechos de trabajadores, mujeres, minorías étnicas e inmigrantes. Y ha librado una guerra contra la ciencia, la verdad y la convivencia civil, utilizando corruptamente su poder para enriquecerse a sí mismo y a su familia e interviniendo en países extranjeros en forma temeraria e insensata. Conductas crueles e irresponsables, sí, que no pueden entenderse, sin embargo, como dictatoriales.

Hay un aspecto, no obstante, de la acusación de Nadler que resuena reconociblemente en Chile, anunciando un futuro peligroso. Trump comparte con Pinochet la convicción arrogante de que goza de impunidad absoluta, la creencia de que está por encima de la ley. Tantos otros hombres fuertes que el presidente admira — Putin, Kim Jong Un, el húngaro Viktor Orban, el turco Erdogan, Duterte en las Filipinas o al-Sissi en Egipto, para qué hablar de Bolsonaro en Brasil—exhiben también similares síntomas. Personas autoritarias como Trump o Pinochet no pueden imaginar un porvenir en el que tendrán que rendir cuentas por su conducta. Pinochet, al igual que Trump, peroraba en eternos discursos narcisistas y paranoicos, proyectándose a sí mismo como el salvador de la humanidad (Trump dijo que era «el Elegido»), el último baluarte de la civilización occidental, alguien atacado a mansalva e injustamente por las élites y los intelectuales. Y Trump, al igual que Pinochet, piensa que el poder ejecutivo no está sujeto a control alguno: cree que puede perdonarse a sí mismo, que la Constitución le da el derecho de «hacer lo que me dé la gana», y que puede obstruir cualquier investigación sobre posibles fechorías al negar el acceso a documentos y testimonios.

Si Trump, entones, no es un dictador en el sentido literal del término, ganas no le faltan.

Esta actitud antecedió, por supuesto, a su presidencia. Ya se había acostumbrado a evitar las consecuencias de vilezas periódicas, sin que lo disuadieran ni quiebras financieras ni acusaciones de agresiones sexuales. Tampoco lo hicieron recapacitar los incesantes escándalos o tantas estafas turbias en que se vio envuelto. Si la experiencia esencial de vida de Trump, confirmada durante su mandato en la Casa Blanca, es que puede comportarse repetidamente mal y salirse con la suya, ¿cómo será su conducta desenfrenada en un futuro próximo? ¿Cómo se puede contener a alguien que, ahora que le soltaron las poca amarras que tenía, se considera falsamente reivindicado? ¿Podría su broma de que no perdería apoyo si le disparara a alguien en la Quinta Avenida resultar terriblemente cierta?

Mirado desde Chile, sin embargo, este paralelo entre Trump y Pinochet permite una leve dosis de optimismo. Los dictadores —y los aspirantes a dictadores— a menudo preparan su propio derrumbe. Se enamoran de sí mismos y de su presunta omnipotencia de manera que, infectados con la fiebre de la impunidad, tienden a excederse y cometer errores garrafales. El caso de Pinochet es claro. Se permitía ultrajar salvajemente a sus adversarios, rodeado de voces que le murmuraban una retahíla de elogios, y fue así que, confundiendo su dominio totalitario con una popularidad total, terminó llamando a un plebiscito que estaba seguro de ganar. ¿No controlaba acaso todos los órganos del Estado y todos los instrumentos del miedo? A pesar de ello, en octubre de 1988 perdió rotundamente, y ya en 1990, no era presidente. Por cierto que su pernicioso legado persiste, llevando a que, 30 años después de finalizar su imperio, se ha desencadenado una inmensa rebelión popular que está tratando de confrontar y superar los problemas del país torcido que nos dejó. Ojalá que Trump no tenga una influencia igualmente duradera y nefasta.

Los chilenos fueron capaces de derrotar al dictador y sus delirios de grandeza debido a lo que yo llamaba en ese momento la «Estrategia de Resistencia de los Conejos». Este nombre ciertamente extraño para acorralar y destituir a un tirano provenía de un cuento infantil, «La Rebelión de los Conejos Mágicos», que escribí hace más de 40 años atrás durante mi exilio. En esa fábula, un megalómano y egocéntrico Rey Lobo conquista la tierra de los conejos y decreta que los antiguos habitantes ya no existen. Pese a una represión implacable contra esas criaturas, los conejos siguen invadiendo el reino del autócrata incompetente y torpe, penetrando en las fotos tomadas por un mono fotógrafo, hasta que el trono de su Majestad Lobuna es derribado por dientes empecinadamente mordisqueantes. Desde la distancia de mi destierro, profeticé que el espíritu del pueblo chileno no podía ser suprimido eternamente, que emergeríamos de las sombras y derribaríamos al déspota que nos había robado los sueños. La ficción de esos conejos circuló clandestinamente en Chile y, espero, tuvo algún efecto remoto en quienes la leyeron cuando se negaban a someterse a la tiranía.

¿Puede la misma historia, concebida por un exiliado hace tantas décadas y hecha realidad por el sacrificio de los ciudadanos de Chile y y su determinación de decidir su propio destino, encontrar un eco hoy en la patria de Lincoln y Martin Luther King? En vista de que presagiaba el derrocamiento de Pinochet, ¿podría predecir la eventual caída de Trump, que puede también ser ciego a su precariedad innata, ejecutando actos criminales a destajo?

Que Trump sea derrotado como el Rey Lobo, como Pinochet, como tantos líderes autoritarios que pensaban que eran invencibles e invulnerables, dependerá del pueblo de los Estados Unidos. ¿Serán sus ciudadanos cómplices de un hombre que destruye rabiosamente su país, tritura su Constitución, pone en peligro el futuro del planeta? ¿O se han de rebelar como los conejos y los intrépidos hombres y mujeres de Chile y, en las elecciones de noviembre, encontrarán el modo de destronar rotundamente al hombre más poderoso de la tierra enseñándole que debe responder a la mayoría más poderosa de un pueblo pacífico?

Ariel Dorfman es escritor chileno. Sus últimos libros son una novela, «Allegro” y un folleto “Chile: Juventud Rebelde”, publicados por Fondo de Cultura Económica. Vive con su esposa en Santiago de Chile y Durham, N.C., donde es un distinguido profesor emérito en la Universidad de Duke.

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