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Desde París
Libertad, control o censura: la decapitación del profesor Samuel Paty vuelve a plantear de forma trágica el papel que desempeñan en el mundo las plataformas sociales. Un soldado secreto de la yihad activó su resentimiento mortal con la plena complicidad de las redes sociales que difundieron sin censura la campaña contra el profesor Samuel Paty fomentada por islamistas radicales. Abdouallakh Anzorov acabó captando el mensaje y el viernes 16 de octubre decapitó al profesor de historia y geografía que había mostrado una caricatura del profeta Mahoma durante un curso luego de advertir a los alumnos musulmanes que podían cerrar los ojos, retirarse, o no mirar.
El Estado francés prepara hoy una batería de medidas para regular el odio en las redes sociales y en el centro se instaló un debate sobre el alcance y los límites de la libertad de expresión y el papel a menudo irresponsable que cumplen empresas como Twitter, Facebook o Snapchat. El primer ministro francés, Jean Castex, evocó este martes la idea de introducir un delito que consiste en «poner en peligro a otros mediante la publicación de datos personales». El portavoz del gobierno, Gabriel Attal, afirmó a su vez que en esta tragedia “las cosas empezaron en las redes sociales y terminaron en las redes sociales”.
La horrorosa secuencia real del asesinato es un cronómetro gigante cuya aguja son esas redes: hay un trío de operadores compuesto por el padre de un alumno, Brahim C, un islamista radical, Abdelhakim Sefrioui, un asesino, Abdouallakh Anzorov, y un soporte vinculante a través del cual se promovió un operativo contra Samuel Paty y donde, luego, se publicó la macabra foto del profesor asesinado acompañada por el mensaje “en el nombre de Alá, el todo misericordioso”. Y ello sin que, desde el principio, Facebook y Twitter advirtieran que en los mensajes y las imágenes incitando a la venganza aparecía Abdelhakim Sefrioui, un extremista islámico repertoriado como tal por las autoridades. El caso de Samuel Paty tiene otra particularidad: los principales protagonistas no se metieron en las redes con nombres y perfiles falsos sino con su auténtica identidad.
En Francia el debate es de una gran intensidad. No se limita únicamente a esas redes sociales sino, además, a la forma de combatir el islamismo radical y a la legitimidad que le queda a la izquierda que supo militar contra la islamofobia, a la cual se acusa en estos días de “complicidad”. En lo que toca a las redes sociales, la discusión que siguió es tanto más controvertida cuanto que el gobierno y los diputados de la mayoría recuerdan que el dispositivo central de la ley sobre el odio en línea (ley Laetitia Avia) fue censurado en junio por el Consejo Constitucional. El texto de ley incluía un capitulo que obligaba a las redes sociales a suprimir en un plazo de 24 horas los contenidos “odiosos” que les fueran señalados. El Consejo Constitucional lo censuró porque, de aplicarse, el dispositivo dejaba en manos de las empresas privadas la regulación de la libertad de expresión y, por consiguiente,” perjudicaba el ejercicio de la libertad de expresión y de comunicación”, según dice la observación senatorial.
La controversia empieza hoy por ahí y se extiende a las otras medidas que el Ejecutivo está preparando para el futuro. Sorprendidas por la barbarie del acto y la forma en que se llevó a cabo, las autoridades reaccionan en varias direcciones con un tono marcial: internet, suspensión de las actividades de asociaciones musulmanas, cierre de la famosa mezquita de Pantin (en las afueras de Paris) que difundió el video donde el padre de uno de los alumnos lanzaba su campaña contra Samuel Paty. El problema radica en que ese video que Brahim C subió a Facebook rápidamente se viralizó en los demás soportes, especialmente WhatsApp. Y por horrendo que resulte, el asesino Abdouallakh Anzorov se comunicó por WhatsApp con Brahim C unos días antes de que asesinara a Samuel Paty. Los fieles de la mezquita de Pantin están hoy indignados y no entienden por qué deben pagar el tributo de lo que ocurrió con el profesor Paty cuando no tienen nada que ver con ello. Por ahora, no obstante, poco hay de concreto en lo que atañe a los mastodontes de las redes sociales. Acusados, pero no regulados. La ministra delegada a la Ciudadanía, Marlène Schiappa, recibió este martes a los operadores de las redes sociales (Twitter, Facebook, Google (dueño de YouTube), TikTok, Snapchat), pero se contentó con pedirles que combatieran lo que llamó el “ciberislamismo” y apeló a la “responsabilidad” de estas plataformas.
La ligereza de Twitter y Facebook precede este drama y ya forma parte de la cultura mundial. El éxito del Brexit en Gran Bretaña le debe mucho a Facebook y, en los Estados Unidos, Donald Trump inunda Twitter con decenas de mentiras diarias de las que muy pocas se quedan en la red del control. Basta recordar, como triste ejemplo, los primeros días de 2017 cuando Trump publicó un video trucado en Twitter donde se lo veía dando una tunda de golpes a un hombre con el logo del canal CNN. La decapitación del profesor Samuel Patay ha sembrado mucho dolor e impregnado el espacio público con un clima de purga.
La herida es muy fuerte. Los hermanos Kouachi, en 2015, asesinaron a mansalva al personal del semanario satírico Charlie Hebdo porque habían publicado las caricaturas del Profeta Mahoma y, el viernes 16 de octubre de 2020, el checheno Abdouallakh Anzorov trasladó el horror a ese lugar sagrado que es la enseñanza pública en una sociedad donde la libertad y el laicismo son piedras angulares de la identidad. En las escuelas se construye la ciudadanía, no el odio. Laicismo, libertad pública, tolerancia, historia, moral cívica, religión, expresión libre son fundamentos tan simbólicos como preciosos de los lazos sociales. Los hermanos Kouachi ametrallaron la libertad de dibujar, el asesino checheno clavó su cuchillo en la libertad de enseñar. Hirió el cuerpo institucional que construye referencias y cultura. La escuela francesa es laica y republicana y desde hace años encaja los golpes oriundos de otras visiones, que sean religiosas, históricas, sociales o sexuales.
Lo que acaba de ocurrir también trastornará a la misma izquierda, muy a menudo comprometida contra la islamofobia. La senadora ecologista Esther Benbassa reconoce que “el golpe es durísimo, el clima es muy duro”. Benbassa agrega: ”como mujer de izquierda me siento en una trampa”. Alexis Corbière, diputado del partido de Jean-Luc Mélenchon Francia Insumisa, dice sentir que “el país se está fracturando”. Ambos participaron en 2019 en la manifestación contra la islamofobia. Hoy, no obstante, están, como los demás, acusados de complicidad. La senadora socialista Laurence Rossignol admitió en los medios que “este atentado va a cambiar a la izquierda”. Esa es la otra fractura que dejó el asesino checheno. La derecha sale casi inmune, no así todo ese abanico de la izquierda francesa que buscó integrar al islam, transmitir la tolerancia, la comprensión del mundo musulmán, que luchó contra la discriminación, que varias veces aceptó los actos descabellados porque pensó que eran producto de una herida colonial y, al final, se hizo encerrar en el impacto del extremismo salafista y en las acusaciones de complicidad con esos radicales. Hubo un mundo antes de la barbarie cometida contra Samuel Paty. En adelante habrá otro. El crimen y el horror jamás dejan una herencia mejor.
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