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Estados Unidos tiene un número enorme de casos de covid-19, acaba de superar a la misma Italia en el número de muertos y sufre la mayor crisis de desempleo en su historia, y por mucho. En la confusión de mensajes, queda en claro la completa falta de preparación del gobierno nacional, que dejó la respuesta a la pandemia a los 50 gobernadores del país. Cada uno a su manera, con mayor rigor o con gran reluctancia, estos gobernadores trataron de controlar la explosión de los contagios. Mientras, el presidente Donald Trump pasó de negar la importancia de la pandemia –«una gripe china»– a presentarse como el héroe de la jornada. Decenas de voces le reclaman que haga un par de cosas, como unificar la distribución de insumos y respiradores. Trump habla diariamente sobre levantar las cuarentenas y acaba de retirar el financiamiento a la Organización Mundial de la Salud.
Una cronología detallada de las decisiones de salud que tomó Trump permite entender que nada de esto es nuevo ni casual. El presidente, como los conservadores que lo sostienen y que él expresa, cree devotamente que el Estado sólo debe atender a la defensa y al control interno, y que la salud debería ser enteramente privada, como la educación, las artes y el transporte. Trump tuvo toda la información posible sobre el peligro de una pandemia desde antes mismo de jurar como presidente, pero la descartó y dedicó capital político a desarmar resortes del Estado que podrían haber salvado vidas en esta crisis.
El viernes 13 de enero de 2017 se realizó una de las reuniones de transición tradicionales en el sistema político norteamericano. Es cuando el equipo saliente le pasa la agenda en detalle al entrante, incluyendo información secreta. En este caso, el equipo de Barack Obama le pasó al de Trump un escenario concreto para el caso de que hubiera una pandemia.
Curiosamente, esta reunión fue de las que más trumpistas convocó, ya que Trump públicamente despreció la transición, dijo que no tenía nada que aprender y mandó futuros funcionarios de segunda a los encuentros. El economista y ganador del Nobel Paul Krugman definió esta actitud brillantemente cuando escribió que «Trump piensa que todos los que lo precedieron son idiotas».
Pero a esta reunión fueron nombres que luego serían famosos: Steven Mnuchin, Mike Pompeo, Wilbur Ross, Betsy DeVos, Dr. Ben Carson, Elaine Chao, Stephen Miller, Marc Short, Reince Priebus, Rex Tillerson Gen. James Mattis, Ryan Zinke, Jeff Sessions, Dan Coats, Andrew Puzder, Tom Price, Rick Perry, Dr. David Shulkin Gen. John Kelly, Mick Mulvaney, Linda McMahon, Sean Spicer, Joe Hagin, Joshua Pitcock, Tom Bossert, KT McFarland, Gen. Michael Flynn, Gary Cohn, Katie Walsh y Rick Dearborn. Muchos de estos nombres ya no están, fueron echados o le renunciaron al presidente.
Las conclusiones principales del encuentro fueron que en caso de pandemia el gobierno debía guiarse por las conclusiones de sus científicos, que cada día contaba y había que actuar de inmediato y con energía, que los esfuerzos tienen que coordinarse a nivel nacional y que las respuestas debían incluir cuarentenas y distanciamiento. Un detalle muy llamativo es que en toda la reunión no se habló de «si hay una pandemia», sino de «cuando haya una pandemia».
Pero para fines de ese año, el nuevo gobierno ya se había peleado con la ciencia y le prohibía a todo organismo público de investigación usar las frases «basado en los datos» y «en base a la ciencia». Esto iba en particular para los que alertaran sobre el cambio climático, pero también para el Centro de Control de Enfermedades, el responsable directo de detectar enfermedades nuevas y pandemias.
El castigo sigue tres meses después, en febrero de 2018, cuando el presidente le recorta al Centro 1.350 millones de dólares de su presupuesto. No es un recorte genérico sino la destrucción de un programa específico, el que estudia y mapea infecciones, prepara respuestas rápidas al problema y se ocupa de mejorar la infraestructura médica de vacunación.
Y es cosa del presidente y de sus aliados republicanos, porque en ese mismo febrero la comunidad de inteligencia –un organismo no muy formal que reúne las múltiples agencias de espionaje y seguridad del país– le presenta al Congreso un informe en el que avisa que prevén un aumento del riesgo de pandemia. El informe habla del dengue y el zika, de varios síndromes e infecciones respiratorias, y hasta de la amplia familia de coronavirus.
Pero el 10 de abril, echan de su empleo a un tal Tom Bossert, asesor de Homeland Security, el super monstruo de seguridad interna creado después de los ataques a las torres gemelas. Bossert había presentado un informe urgente pidiendo que se creara una estrategia para defender al país de un ataque con armas biológicas o de pandemias. El hombre iba a contramano, porque menos de un mes después, el 7 de mayo de 2018, la Casa Blanca propuso cortar a casi nada los programas de preparación contra enfermedades contagiosas. Esos programas habían sido creados por Barack Obama en 2014 ante el riesgo de Ebola.
Ese 7 de mayo, otra que estaba a contramano, la directora de biodefensa del Consejo Nacional de Seguridad Luciana Borio, habla en un simposio médico en la universidad de Emory. Borio explica que el mayor peligro a la vista es una pandemia gripal para la que el país no estaba preparado. Al día siguiente, exactamente 24 horas después, el Consejo despide al encargado de preparar planes para pandemias y disuelve el equipo especializado. Tres meses después, le sacan todavía más presupuesto al Centro de Control de Enfermedades.
En enero de 2019, la comunidad de inteligencia vuelve a advertir sobre el peligro de una pandemia. Por si no queda claro, el secretario de Salud Alex Azar explica un mes después que todo experto en biodefensa pasa la noche en blanco cuando se pone a pensar en una pandemia de gripe, y que por eso ya desde el gobierno de Bush se había hecho un gran esfuerzo para que la gente se vacunara contra la gripe cada año.
Pero nadie le hace caso y el gobierno de Trump toma en julio una decisión que vista desde hoy es tremenda: elimina el puesto de Observador de Salud en China. La despedida es Linda Quick, desde principios de este año una suerte de mártir que no pudo avisar a tiempo sobre el nacimiento de la Covid-19 en China porque ya no estaba ahí ni tenía acceso oficial a las autoridades sanitarias locales.
En septiembre, el Consejo Presidencial de Consejeros Económicos advierte que si hubiera una pandemia gripal el daño al país sería tremendo en vidas y en dinero. Al mes siguiente, el departamento de Salud realiza un ejercicio llamado Contagio Escarlata, un escenario sobre una pandemia global de influenza. Las conclusiones, por entonces reservadas, avisan que Estados Unidos no está preparado para ese problema. Y, crucialmente, avisa que no habrá stocks suficientes de guantes, mascarillas, trajes de protección y respiradores artificiales. Días después, el gobierno elimina un programa de estudio sobre virus animales que puedan infectar a seres humanos.
El 17 de noviembre se detecta lo que debe ser el Caso Cero de la covid-19 en la provincia de Hubei, China. Es un hombre de 55 años y la evidencia, muy parcial, indica que a los médicos locales les puede haber tomado un mes para darse cuenta de que se trataba de una enfermedad nueva. A partir de esa fecha, las autoridades detectan cinco casos nuevos por día de la enfermedad.
Recién el 30 de diciembre se confirma que hay una nueva epidemia en China, gracias al doctor Li Wenliang, que envía un mensaje a más cien colegas por redes sociales. Li habla de «casos de SARS» y luego confirma que es un coronavirus «de tipo a determinar». Al día siguiente, las autoridades de Wuhan confirman que hay decenas de casos de una neumonía hasta entonces desconocida.
En enero, las agencias de inteligencia le presentan a Trump un detallado informe secreto sobre la nueva epidemia china y su posible expansión por el mundo. Por varias fuentes, queda en claro que el gobierno chino está minimizando la gravedad del problema. Fuentes en Hong Kong avisan al gobierno de Estados Unidos que los portadores de la nueva gripe pueden ser asintomáticos y por tanto imposibles de detener.
Se forma un grupo para seguir el problema que incluye al director del Centro de Control de Enfermedades Robert Redfield, al secretario de Salud Alex Azar y al virólogo Anthony Fauci. Semanas después, una fuente le explica al diario The Washington Post que el presidente no estaba prestando atención, pero otros funcionarios se dieron cuenta del peligro y actuaron por la libre. El tres de enero, Redfield recibe una advertencia de colegas chinos sobre el nuevo virus. Redfield comparte la información con Azar y Fauci, y tres días después ofrece mandar ayuda especializada a China. Pekín rechaza la oferta.
El 9 de enero, el gobierno de China identifica públicamente al nuevo virus como un tipo de coronavirus hasta ahora desconocido. La Organización Mundial de la Salud emite su primera guía con recomendaciones para limitar la expansión global de la infección. Al día siguiente, China informa sobre la primera muerte que se conoce. Un día después, Pekín difunde la secuencia genética de la covid-19.
Días después, los empleados del consulado de EE.UU. en Wuhan logran salir en aviones de rescate y avisan que la epidemia es «significativa». El 17 de enero se implementan los primeros controles de salud en tres aeropuertos en Estados Unidos, sólo para pasajeros provenientes de Wuhan. Al día siguiente, el secretario de Salud Azar trata de hablar con el presidente Trump, que no lo atiende. Según varias fuentes citadas en abril por el Washington Post, eran varios los funcionarios que trataban que Trump le prestara atención a la naciente pandemia, sin lograrlo.
El 20 de enero, casi al mismo tiempo, Corea y Estados Unidos anuncian su primer caso de la covid-19. Corea moviliza todos sus recursos para testear masivamente a la población y ordena una cuarentena nacional.
El 24 de enero, el presidente Trump elogia a China por su «transparencia» y su esfuerzo por contener el virus. Seis días después, el secretario de Comercio Wilbur Ross dice que el corona virus va a ser bueno para la economía del país, porque va a afectar la economía china. El secretario de Salud Azar logra hablar con Trump y le advierte que la epidemia china se está transformando en una pandemia. Trump le contesta que no sea alarmista.
El jueves pasado, Trump denunció a la Organización Mundial de la Salud como cómplice del «ocultamiento» de la epidemia por parte de China. Estados Unidos tiene casi 700 mil casos confirmados de contagio, 33.633 muertos y 22 millones de desocupados.
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