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Cambios en la tierra del Klan | Georgia le puede co…

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Aunque ya no le harían falta a Joe Biden los 16 electores de Georgia para ganar la presidencia, su victoria parcial en el estado trasciende por más de un significado. Atlanta, su capital, es la cuna de los derechos civiles en EE.UU. En la ciudad sede de la casa matriz de la Coca Cola y de la CNN, nació Martin Luther King. En el condado de Clayton, que integra la ciudad, los seguidores del líder negro que encabezó la marcha sobre Washington en 1963 le propinaron a Donald Trump una dura derrota. Tan grande como el encono de John Lewis contra el presidente, un colaborador de King y continuador de su pensamiento que murió el 17 de julio pasado a los 80 años. Tenía sus motivos para detestar al mal perdedor que todavía no aceptó el resultado. En campaña, el magnate se había referido a su terruño de Clayton como “horrible” e “infectado de crímenes”. Los votantes demócratas y afroamericanos no olvidaron la afrenta. Con un aluvión de votos hicieron que el estado gobernado por el republicano Brian Kemp cambiara de manos como no sucedía desde 1992, cuando ganó Bill Clinton. Hasta ahora, ya que todavía falta el recuento por el apretado final entre los dos candidatos septuagenarios.

En Georgia, escrutado el 100 por ciento, Biden aventaja a Trump por 1557 votos. Sumó 2.450.194 (49,4 %) sufragios contra 2.448.637 (49,37 %). Si hay un país partido al medio, por mitades casi simétricas, esa nación está en el cuarto estado que se integró a EE.UU y el noveno más poblado, según el censo de 2010. Es el mismo que después de la Guerra de Secesión fue el último en ser readmitido en la Unión, el 15 de julio de 1870, cinco años después de que finalizara el conflicto civil. La obstinación de sus políticos de entonces, esclavistas de toda esclavitud, había desafiado a los vencedores del norte industrialista. No quisieron ratificar la decimoquinta enmienda de la Constitución. Aquella por la cual cualquier persona de sexo masculino, mayor de edad y sin importar su condición racial, podía votar en la segunda mitad del siglo XIX. Las mujeres recién lograrían ese derecho por primera vez en 1938.

Georgia, así como ha sido un embrión de la lucha por los derechos civiles, es también un baluarte de la discriminación racial en EE.UU. Su significante más fuerte es el Ku Klux Klan (KKK). La organización criminal goza todavía de buena salud en el estado. No la intimidaron ni las conquistas de la población negra, ni las luchas de personajes como King y Lewis, ni el movimiento Black Lives Matter, ni el cine del prestigioso Spike Lee, oriundo de Atlanta, que siempre retrató con astucia ese mundo de profundas injusticias cometidas contra sus hermanos afroestadounidenses.

Lo que el viento se llevó, título de la célebre película de 1939 cuya novela se escribió también en Atlanta, no fue el racismo, pero sí las ínfulas victoriosas de Trump. La historia del estado explica con exactitud las tensiones que se trasladaron al resto del país durante el mandato del actual presidente. Aunque el KKK nació en Tennessee, un estado vecino, su primer grupo fue neutralizado hasta que la sigla de los encapuchados revivió en la capital de Georgia en 1915. Era cuando el partido Demócrata todavía representaba aquellos intereses de los latifundistas algodoneros y esclavistas del sur derrotados en la Guerra Civil.

En la noche de Acción de Gracias de ese año, varios miembros de la orden ascendieron a Stone Mountain (Montaña de Piedra) y le prendieron fuego a una cruz. Proclamaron así el renacimiento del Ku Klux Klan hace 105 años en el corazón de Georgia.

En 2020, las milicias negras de la Not fucking around Coalition (NFAC), que en castellano significa algo parecido a “Coalición no estamos jodiendo”, tomaron ese mismo lugar desafiando a los supremacistas. Una imagen de que los tiempos cambiaron y de que la comunidad afroestadounidense ya no les teme. Al contrario, los interpela en una montaña donde están esculpidas las imágenes de tres confederados de pasado esclavista: Jefferson Davis, Robert E. Lee y Thomas Stonewall Jackson.

Las capas geológicas de luchas contra el racismo en el Estado se entienden por otro dato de su historia educativa. Hasta principios de la década de 1960 todas las escuelas estaban segregadas. Los niños blancos iban a las suyas y los negros a otras diseñadas para ellos. El Apartheid no solo regía en Sudáfrica, también en los suburbios y espesos bosques de Georgia.

El condado de Clayton, acaso el más demócrata del Estado, disfrutó de su revancha en las urnas, casi una reivindicación de la figura de Lewis, su máximo referente, congresista y colaborador de King. En la Cámara de Representantes desde el 3 de enero de 1987, siempre fue reelegido. Catorce veces hasta su muerte que lo sorprendió en plena pandemia de la covid-19, aunque falleció de un cáncer de páncreas.

El dirigente negro ya tiene una calle con su nombre en Nashville, la capital de Tennessee. Porque su militancia política trascendía las fronteras de cualquier estado del sur profundo. Había nacido en Alabama en 1940. Sus peleas públicas con Trump eran muy difundidas.  Lewis dejó este mundo hace casi cuatro meses. Si sus días se hubieran prolongado hasta hoy, habría recordado a Trump como un patán sin remedio.

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