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Australia, a 45 años de un golpe olvidado | En 1975…

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En 1975 había un primer ministro de Australia que por varias razones incomodaba a la reina de Inglaterra y al presidente de Estados Unidos, Richard Nixon. El político laborista Gough Witlam había tomado decisiones osadas para el país de la mancomunidad británica y terminó derrocado hace 45 años. Es el único en la historia del país oceánico al que depuso una conspiración. La soberana imperial, Isabel II, sabía de qué se trataba. El trabajo sucio lo materializaron sus cortesanos, el MS16 – el servicio de Inteligencia inglés- y hasta la propia CIA. Lo prueban cartas desclasificadas en 2020 entre el Palacio de Buckingham y el gobernador de su majestad, John Kerr. La agencia norteamericana tenía especial interés en mantener la base militar espía de Pine Gap, ubicada en el centro del territorio y que sigue en pie hasta nuestros días. Si se habla con insistencia de golpes institucionales en la actualidad – sobre todo los que ha sufrido América Latina – el que acabó con el ex líder de la centroizquierda australiana es una rareza por el país donde se dio, aunque con el ingrediente especial de que la realeza estuvo involucrada.

Witlam falleció a los 98 años en 2014. Participó en la Segunda Guerra Mundial como oficial en la Fuerza Áerea de su país y era abogado. En 1952 debutó como parlamentario por Nueva Gales del Sur, donde había nacido y desde ese momento hizo una extensa carrera política hasta que el gobernador general de Australia – en los hechos el delegado o virrey de Isabel II- le pidió la renuncia. Fue el artífice de la primera derrota electoral de la coalición liberal-conservadora que administró la extensa nación de la Commonwealth por 23 años ininterrumpidos. En 1972 lo eligieron primer ministro. Con el advenimiento de su gobierno, las decisiones que empezó a tomar le ocasionaron problemas con los poderes que enfrentaba.

Durante los tres años que duró su mandato, Witlam amagó cancelar el acuerdo del 9 de diciembre de 1966 firmado con EE.UU por la base satelital de Pine Gap, situada en el Territorio del Norte de Australia, y vecina a la ciudad de Alice Springs. Tal vez una de las más valiosas entre las muchas que tiene Washington desparradamas por el mundo. “Trate de fastidiarnos y la cerraremos”, le advirtió el primer ministro al embajador de Estados Unidos según escribió el periodista John Pilger en un detallado artículo de 2014. Ese diplomático era Walter Rice, a quien sucedió poco después Marshall Green, involucrado en la masacre de Suharto en Indonesia de 1965. Nixon lo envió a Australia para concluir la faena de sacar a Witlam del gobierno.

La base de Pine Gap es la misma que según Edward Snowden les permite a los norteamericanos espiar a casi todo el mundo. Victor Marchetti, un exagente de la CIA que se volvió crítico de la misma, le dijo a Pilger: “La amenaza de cerrar Pine Gap provocó una apoplejía en la Casa Blanca y se puso en marcha una especie de golpe de Estado chileno”.

Pero no fue solo el amague -nunca concretado- de Witlam para levantar Pine Gap lo que predispuso mal al gobierno de Nixon. El primer ministro retiró las últimas tropas australianas que quedaban en Vietnam, donde combatieron al lado de EE.UU. Unos 60 mil militares australianos participaban en la guerra desde 1962. Murieron poco más de medio millar y hubo unos 3 mil heridos. El laborista reconoció al gobierno de Vietnam del Norte y además había establecido relaciones con la China comunista de Mao. También habló en la ONU en defensa de la causa palestina.

Su política interior dejó mojones que todavía se recuerdan por su progresismo. Abolió la pena de muerte y el servicio militar obligatorio. Impulsó la gratuidad de la educación unversitaria. Durante su gobierno se promulgó la ley contra la discriminación racial de los aborígenes australianos de 1975. Su impronta de abogado quedó reflejada en programas de asesoramiento jurídico gratuito. Se oponía a las pruebas nucleares de Francia en el Pacífico. Cuando falleció en 2014, el líder del Partido Laborista de ese momento, Bill Shorten, declaró: “Creo que es justo decir, que al margen de las opiniones políticas, la nación ha perdido a una leyenda”.

Aquellas medidas, pero sobre todo su política exterior autónoma, resultaron demasiado para Inglaterra y Estados Unidos. El golpe institucional contra Witlam empezó a macerarse como quedó demostrado en la correspondencia desclasificada este año y de la que se desprende la complicidad de la monarquía británica en su derrocamiento.

Kerr, quien había sido nombrado gobernador general por el propio Witlam en junio de 1974, fue agente de inteligencia del ejército australiano durante la Segunda Guerra Mundial, integró la organización anticomunista llamada Congreso por la Libertad Cultural –uno de los tantos satélites de la CIA creado en la década del 50- y como abogado llegó hasta juez. La correspondencia desclasificada en 2020 prueba cómo conspiró junto al Palacio Real británico en la destitución del hombre que lo había designado. Por la añeja constitución australiana de 1901 que rubricó la reina Victoria de Inglaterra, el cargo de gobernador conservó siempre los llamados “poderes de reserva”. Es una prerrogativa que le delega la realeza británica a su representante formal en el mayor país de Oceanía. En ella se basó Kerr para echar a Witlam. Lo hizo bajo el argumento de que su gobierno había quedado casi paralizado por el Senado – controlado por los liberales – y denuncias de corrupción contra algunos de sus funcionarios.

Las pruebas del golpe contra el líder laborista son 211 cartas que intercambiaron entre el 15 de agosto de 1974 y el 5 de diciembre de 1977, el secretario privado oficial de la reina Isabel II, Martin Charteris y Kerr. El diario The Guardian reprodujo este año parte de esos mensajes entre ambos difundidos en julio pasado. Quejándose de que un medio estadounidense lo denunciaba por pertenecer a la Central de Inteligencia de EE.UU, Kerr le decía al secretario de su majestad: “…se alega que yo era un agente de la CIA al destituir al gobierno de Witlam y que he tenido asociaciones con la CIA. Tonterías, por supuesto”. A lo que Charteris bromeando respondía: “¡Cálidas felicitaciones por haber sido apodado agente de la CIA! Hoy en día esto es realmente un galardón de fama”.

Cuando el diario inglés publicó el contenido de la correspondencia, un portavoz del Palacio de Buckingham le envió un mensaje con un descargo de la realeza, que llegaría 45 años después: “La publicación de las cartas por los Archivos Nacionales de Australia confirma que ni Su Majestad ni la Casa Real tuvieron ningún papel que desempeñar en la decisión de Kerr de despedir a Whitlam”. Las 211 cartas lo desmienten. La caída de Witlam, según el periodista del Wall Street Journal, Jonathan Kwinty, también tuvo la marca de la CIA: “pagó los viajes de Kerr, construyó su prestigio, incluso pagó por sus escritos”, señaló el premio Pulitzer 1985.

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