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“Yo vine a terminar con los odiadores seriales y a abrir los brazos para que todos nos unamos en busca de ese destino común”, aseguró el Presidente de la Nación, Alberto Fernández, en su mensaje por el Día de la Independencia.
Lo dijo acompañado por los jefes de la CGT y de entidades empresarias y con las caras de los gobernadores brillando en una pantalla, el modo minimalista que encontró la política para mostrar apoyos en tiempos de pandemia. En esa platea, la virtual y la real, esas palabras fueron bien recibidas, como fueron recibidos los giros hacia el centro de cualquier dirigente político en los últimos años: la CGT, los empresarios y la gran mayoría de los gobernadores vienen proponiendo desde hace tiempo la deconstrucción de la grieta. Salvo algunos casos puntuales, allí no hay kirchneristas duros ni macristas convencidos.
A los gobernadores les volvió a decir que él se considera la cabeza de un gobierno de “un presidente y 24 gobernadores” y para los empresarios y sindicalistas prepara una invitación para integrarlos a una mesa con todos los ministros del gabinete económico en la que podrán intercambiar planes e ideas -si es que hubiera alguna- para el “día después” de la pandemia.
El problema es que allí, en ese auditorio, no estaban ni Cristina Kirchner ni Mauricio Macri, los dos nombres que hoy siguen organizaron la política argentina y que con sus silencios, más que con sus pronunciamientos públicos, siguen hablándole a porciones determinantes del electorado. La grieta parece ser, en esta época de intensidad y desidia, parte del aire.
Una comprobación de esa realidad que deja poco espacio para los ensayos de moderación se pudo ver en las calles de las grandes ciudades, que alojaron una protesta con consignas diversas que se pueden resumir en el descontento con el Gobierno.
El Presidente lleva varios días tratando de otorgarle protagonismo a los moderados propios y ajenos, entre otras cosas porque esa es la única manera de conseguir un perfil propio, que lo diferencie de Cristina Kirchner, que siempre puso al desprecio de la moderación en el centro de su discurso político.
Además de la imagen ecuménica de ayer, con gobernadores opositores incluidos, el presidente se sacó fotos con dos intendentes del PRO y en la semana próxima podría ocurrir un encuentro con los jefes de todos los bloques parlamentarios.
Enfrente, en Juntos por el Cambio, también hubo una señal en ese mismo sentido con la integración de todos los sectores relevantes del PRO a un organismo más colegiado y que no represente sólo la mirada de Patricia Bullrich, que hoy parece ser la intérprete más fiel de las preocupaciones de Macri. En otras palabras, esa modificación le dará más peso a María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta en los pronunciamientos públicos del partido. Es el camino inverso al que suelen hacer los radicales, que le exigen al presidente del Comité Nacional que junte los avales de los sectores internos determinantes antes de llegar a su silla. En este caso, Bullrich, que ya fue designada como titular del PRO, tendrá que esforzarse ahora por conseguir el beneplácito de las partes.
Esas martingalas -las que intenta el Presidente y también la oposición moderada- se chocan con las marchas que enarbolan las consignas que más le gustan a Macri y que enfurecen a los partidarios más apasionados de Cristina. Esa misma realidad fue la que hizo caer el proyecto de estatizar la cerealera Vicentin, la chispa que inició los banderazos desde el 25 de mayo. El Gobierno ya no sabe cómo correrse de ese problema autoinfligido: enterrado en el Congreso el plan de expropiación y bloqueada en Santa Fe la vía de la intervención, al proyecto de la soberanía alimentaria sólo le queda esperar el beneficio del olvido.
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