Editorial |Mabel Lema
El domingo 29 de junio, Villa Carlos Paz volvió a elegir Defensor del Pueblo. O, mejor dicho, una exigua minoría de sus habitantes lo hizo, mientras la gran mayoría optó por el sillón de su casa, el asado, o simplemente ignorar la convocatoria.
Con un padrón de 58.945 ciudadanos habilitados para votar, solo alrededor del 15 % se acercó a emitir su sufragio. Esto significa que participaron unas 8.840 personas. Es decir, en una ciudad de casi 60 mil electores, el próximo Defensor del Pueblo —reelecto Víctor Curvino— fue ungido por 3000 votos de la totalidad… ES DECIR: con menos de 5% del padrón.
El número impresiona, sobre todo si se considera el costo que tiene organizar un acto electoral de estas características: movilizar personal, custodias, presidentes y fiscales de mesa, abrir escuelas un domingo entero, garantizar logística y escrutinio.
En Argentina, una elección municipal de este tipo ronda fácilmente los $100 millones (ajustados por inflación para municipios de tamaño medio). Cada voto emitido podría decirse que costó más de $11.000 si se proyectan esos valores locales a la participación real.
Una democracia sin ciudadanos
Esto no es solo un dato contable. Es una fotografía contundente del vaciamiento de legitimidad que enfrenta la política local y la propia institución de la Defensoría del Pueblo. ¿Cómo puede un organismo que debe controlar al poder, proteger derechos y canalizar reclamos ciudadanos, sostener su autoridad cuando solo un puñado minúsculo lo avala en las urnas?
El problema no es nuevo, pero se profundiza. En 2021 la participación había rondado el 25 %; ahora cayó al 15 %, tocando un piso histórico. Es decir, la democracia formal sigue funcionando —se abren las urnas, se cuentan los votos, se proclama un ganador—, pero el compromiso real de la sociedad está ausente.
Cuando el Estado decide sostener comicios tan onerosos para elegir autoridades con tan escasa adhesión, surge inevitablemente la pregunta:
¿No deberíamos repensar el formato, los plazos, o incluso la necesidad de elecciones separadas para cargos como este? Vale la pena este gasto?
Es duro plantearlo, pero más duro es continuar normalizando una maquinaria electoral que termina siendo casi un acto ceremonial, lejos del espíritu participativo que justifica su existencia.
Revertir esto no depende solo de los votantes. Requiere partidos políticos menos atomizados y oportunistas, instituciones intermedias con capacidad de convocar, campañas que logren interesar en lugar de aburrir o indignar, y sobre todo autoridades que, tras ser electas, demuestren con acciones concretas por qué vale la pena sostener estos espacios democráticos.
Mientras tanto, el dato frío es imposible de esquivar:
$97 millones invertidos para que solo 8.840 vecinos definieran quién ocupará la Defensoría del Pueblo.
Un cargo que, paradójicamente, debería representar a todos. A los vecinos y no extender una oficina más al gobierno de turno.
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