MULTIMEDIOS PRISMA 24

IDENTIDAD EN COMUNICACION

Porteños, el viejo duelo con las provincias que trae de nuevo la política en pandemia

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Mientras cavilaba sobre posibles motivos para una rivalidad sostenida, o justificada, entre los nacidos en, por ejemplo, Ituzaingó, o Haedo, o en Córdoba o en el Chaco, y aquellos nativos en la Capital Federal, ahora Caba, vinieron a mi memoria- probablemente por lo poco serio de esta preocupación- dos personajes de historieta: ambos pícaros, gandules y holgazanes. Si mencionara primero a uno o a otro, podríamos perfectamente intercambiar sus lugares de nacimiento, sin que el personaje debiera modificarse. El cordobés Piturro y el porteño Isidoro Cañones, tienen tantos aspectos en común como diferentes, y no podríamos utilizar a ninguno de los dos para perorar a favor o en contra del porteño o del mediterráneo. Si bien Piturro es tan inconfundiblemente cordobés como Isidoro porteño, intentar construir un paradigma de petulancia, vagancia o desaprensión, que abarque al personaje y al grueso de una ciudadanía, sería necio y absurdo por partes iguales.

Debo reconocer que nunca me han convencido las calificaciones contra los porteños como diferenciadamente ególatras o, por utilizar una palabra tan pueril como desagradable, “agrandados”; y no lamento quedarme solo en este disenso; el más inteligente de todos nosotros lo ha puesto en letras de molde: un caballero solo defiende causas perdidas. ¿No es Borges el bardo porteño por excelencia, entre otros muchos méritos? Practicaba un humor cáustico contra sí mismo, tanto en sus ficciones como en las entrevistas, que continúa siendo una de sus marcas universales. Tachar de petulante al porteño Borges solo definiría al emisor del comentario. Landriscina, otro de nuestros grandes narradores, personifica distintas singularidades regionales para causar risa fraternalmente. No carga las tintas en particular sobre porteños ni norteños, distribuye equitativamente las caricaturas de nuestros rasgos: no todos los seres humanos protagonizamos algún acto heroico, pero ninguno de nosotros se salva de ser alguna vez ridículo.

En los stand up, en el cine, en la literatura, los porteños son proclives a tomarse el pelo, mucho más que a envanecerse. Ya en 1884, en su encantadora novela Juvenilia, Miguel Cané ponía en duda que se justificara una brecha hostil entre capitalinos y provincianos:

Antes de su entrada, las pasiones políticas que habían agitado a la República desde 1852, se reflejaban en las divisiones y odios entre los estudiantes. Provincianos y porteños formaban dos bandos, cuyas diferencias se zanjaban a menudo en duelos parciales. Los provincianos eran dos terceras partes de la totalidad en el internado, y nosotros, los porteños, ocupábamos modestamente el último tercio; eran más fuertes, pero nos vengábamos ridiculizándoles y remedándoles a cada instante.

Las referencias a la opulencia de la Caba, que le genera culpa y vergüenza, y a los helechos privilegiados,
en los discursos públicos del presidente y la vicepresidenta, despiertan pesadillas que la razón había
convertido en diálogos.

Marcelo Birmajer

Marcelo Birmajer

En lo sucesivo, Cané desmonta por completo la inquina mítica entre unos y otros, y contempla a cada compañero en su individualidad: resalta las ventajas de alguna tradición relacionada con el sitio de origen; pero revela los defectos según los actos, no la procedencia. Si ya en fecha tan temprana, hace dos siglos, hasta en las novelas se desarticulaba la cizaña que había enfrentado a compatriotas, ¿a qué viene ahora que la despierten nada menos que el presidente de la Nación, y su electora fundacional, la vicepresidenta, sitos ambos en Puerto Madero y Recoleta, respectivamente?. La culpa y el odio no son buenos conductores de lucidez en el análisis político: la exigencia básica para cualquiera que ejerza un cargo público es no azuzar desacuerdos innecesarios. Muchas veces un presidente se ve obligado a dirimir disputas infranqueables: nunca a establecerlas deliberadamente.

Por supuesto existieron diferendos de sangre, en los albores de la patria, y hasta bien mediado el siglo 19, entre la Capital y las provincias, entre unitarios y federales, narrados en relatos crueles y crudos como El matadero, de Echeverría (escrito en la década de 1830, publicado en 1871) o en el escenario mismo de la realidad, como la persecución de Rosas contra Sarmiento. No fuimos la primera ni la única nación que, apenas librada con sangre su independencia, siguió derramándola en una guerra fratricida. Pero esa hemorragia intestina, que recorrió como una maldición a los argentinos, ya por motivos diversos, hasta diciembre de 1983, se agotó de la mejor manera con la asunción del primer presidente democrático luego de siete años de dictadura: Raúl Alfonsín. El padre de la democracia, entre sus legados señeros, nos persuadió de nunca más resolver nuestras disputas políticas, o de ningún otro tipo, por medio de la violencia. Esa, y la paz con nuestros vecinos, es de las pocas políticas de Estado, internas y externas, que hemos sabido preservar. Confeccionar un enemigo con el cual distraer la atención de los electores no es la más razonable de las estrategias de construcción de poder: los beneficios que brinda a su ejecutor son efímeros, pero el daño que ocasiona es duradero y expansivo. Las referencias a la opulencia de la Caba, que le genera culpa y vergüenza, y a los helechos privilegiados, en los discursos públicos del presidente y la vicepresidenta, despiertan pesadillas que la razón había convertido en diálogos. La invención de enemigos al uso, en este caso la Capital y los porteños, cuyo jefe de gobierno electo pertenece casualmente a la principal coalición opositora, suele estar relacionada con oscurecer las causas comprobables de los huecos perniciosos en el erario: los siete millones de pesos que la firma The Old Found (maniobra en la cual fue imputado el ex vicepresidente Amado Boudou) le rapiñó a la provincia de Formosa, a precios de 2010; los hoteles vacíos del Calafate, los bolsos de la Rosadita, las cifras megamillonarias anotadas en los cuadernos de la corrupción, la destrucción del aparato productivo y educativo de los últimos seis meses. No son cuentas que se les puedan cobrar a los funcionarios de Caba ni a los porteños en general, por mucho que se quiera hacer hincapié en su supuesta picardía, lasitud o soberbia. ¿No será de ese pozo sin fondo de la corrupción y la ineptitud de donde debieran extraerse y recrearse los recursos para garantizar la igualdad de oportunidades?. Esos desfalcos no vinieron a engrosar las arcas de la Caba, ni garantizan la elegancia de sus veredas, sus librerías, sus espacios verdes.

La pérdida de tiempo, a la vez feroz y penosa, que genera la inserción en una discusión estéril, entre los supuestos fallos del espíritu porteño y la generosidad y grandeza de quien no lo es, o que siendo porteño se auto odia, nos enfanga aún más en una crisis que es de por sí profunda. Hace por lo menos cuarenta años que los argentinos disfrutamos de nuestras diferencias: el turismo interno, tanto de los porteños hacia el norte y el sur, como viceversa, es uno de los activos nacionales. Las fiestas y ferias regionales, Cosquín, los recitales multitudinarios de una punta a otra del país, la Feria del Libro, las librerías, los teatros, son valores que llevan décadas creciendo en libertad y en paz; nos enorgullecen entre compatriotas, sin distinción de acentos. A ninguna persona sensata se le ocurriría quejarse del privilegio de los cerros nevados de Bariloche, o de la gloria de la rambla marplatense. Nos alegramos de que existan en nuestra tierra compartida: no son culpables de las carencias en otras partes; por el contrario, sí punto de partida para encontrar soluciones conjuntas. La idea de que la bonanza de una región- siempre relativa, porque incluye sus propias zozobras- es consecuencia de la desventura de otra, es una de las ficciones del resentimiento, siempre improductivo, que no mejora la suerte de los desposeídos, pero puede empeorar la de quienes vienen funcionando razonablemente. En Buenos Aires capital no hay minas de oro ni de cobre, ni petróleo, ni recursos marítimos, ni atracciones turísticas naturales incomparables: su gran imán es la cultura, la creatividad, la diversidad, su insolencia y su elegancia urbana. ¿Cuál de estos factores es pernicioso o reprochable? Por supuesto, el puerto y el intercambio de mercancías fueron y en cierta medida siguen siendo un buen fluido para el crecimiento, pero estas oportunidades son encomiables: a no ser que se quiera vivir de otra cosa distinta del trabajo. No sé cuál sería la culpa de petulancia o soberbia de la ciudad más gay friendly de América Latina, la capital del Juicio a la Juntas, la sede de los derechos humanos en todo el mundo hispano parlante. Pero, en cualquier caso, yo me quedo con esta capital antes que con los prejuicios que la asedian. Cuando la vicepresidenta cuestiona la calidad de vida de los porteños, desde el continuo fracaso de La Matanza, gobernada interminablemente por su parcialidad política, no propone soluciones: se regodea en el problema.

Confeccionar un enemigo con el cual distraer la atención de los electores no es la más razonable de las
estrategias de construcción de poder: los beneficios que brinda a su ejecutor son efímeros, pero el daño que
ocasiona es duradero y expansivo.

Marcelo Birmajer

Marcelo Birmajer

Comencé estas reflexiones con la cita a dos personajes de la historieta argentina, y la posibilidad lamentable de que algún semiólogo desencaminado pudiera utilizarlos para interpretar el alma porteña o cordobesa en sentido peyorativo: repito, describiendo a Piturro se podría diseñar el porteño devenido del prejuicio, como quien alaba un vino por la etiqueta y luego le aclaran que es otro. Pero el ensayista chileno Ariel Dorfman sí, en los años 70, publicó un ensayo paranoico, inverosímil, delirante, sobre el Pato Donald- Cómo leer al Pato Donald, 1971– que todavía se reedita. Lo traigo a colación porque el propio Dorfman, obligado a exiliarse de Chile por la dictadura de Pinochet, eligió como tierra de refugio la misma de la cual provenía su anatema: la Norteamérica de Walt Disney. Es una paradoja destacable que los principales detractores de la Caba elijan, como aposentos para sus majestades, la propia Caba. Es una parábola también curiosa de la mayor parte de los integrantes de la izquierda marxista occidental: cuando por el motivo que fuera levantaron campamento de sus países de nacimiento, eligieron como destino alguna democracia occidental, nunca el Vietnam comunista, ni la China maoísta ni la Cuba castrista ni Corea del Norte. Algo debían tener aquellas metrópolis liberales- más suculentas económicamente que Caba, pero pares en su atractivo cultural- París, Londres, New York, como para que con semejante rechazo que les provocaban de todos modos las eligieran para realizar sus existencias.

Mientras que los disidentes contra el stalinismo o el maoísmo siempre eligieron coherentemente, para vivir, alguna democracia occidental; los defensores del stalinismo o el maoísmo eligieron siempre, para vivir, también, alguna democracia occidental. No hay motivos climáticos, ni de reservas naturales, ni insondablemente culturales para que la Caba funcione mejor que ninguna otra ciudad de la Argentina: nuestro destino nacional está en nuestras manos desde 1816; y desde 1983, cada unidad política decide su destino también.

Aquellos que fuimos educados en la escuela pública de los años 70, y concurrimos a clubes públicos, donde en vacaciones nos reuníamos con amigos de todo el país, incluso en medio del desastre de la guerra civil peronista de entre el 73 y el 76, y la masacre de la dictadura del 76 al 83, vivimos una infancia donde las clases sociales y las geografías se entrecruzaban. Porteños, sureños, norteños, puntanos, pampeanos, intercambiábamos figuritas y cartas postales. Podía existir alguna pulla, pero a nadie se le ocurría haber nacido favorecido por una fortuna distinta e inmodificable. El mérito nos definía en nuestro éxito o fracaso. La sorpresa del tucumano frente al Obelisco no opacaba la del porteño en la Puna o Tilcara.

Pudiera pensarse que esta fungida batalla entre porteños y no porteños, lanzada descuidadamente desde los estratos más altos del poder, no pasa de ser un bluf sin mayores costos que lamentar. Pero la actual puja del Ministerio de Educación de la Nación, contra el intento de las autoridades de la Ciudad por regresar a una cierta cantidad de niños al ciclo lectivo presencial, denuncia que se están tomando en serio sus propios galimatías: no es posible terminar de discernir si están poniendo mayor esfuerzo en recuperar las clases perdidas, o en esmerilar a las autoridades electas de la Caba.

SC

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